Gracias, Lidia

(versión simplificada) 

El recuerdo me trae a los oídos
el murmullo de esas tardes.
La cocina repleta de alumnos
hablando en dos o tres idiomas,
sentados alrededor de su mesa
cubierta de libros, cuadernos, papeles.
Lidia, en la cabecera, delantal blanco,
sorbe un té que le alcanza
su encorvada madrecita.
A sus espaldas los diccionarios.

¿Cómo es tu nombre?
¿Te gusta dibujar palabras?
¿Adivinás lo que significan?
¿A qué te suenan?
¿Podés un, dos, tres, cuatro veces,
repetir la misma sílaba?
Copiando aprendí de memoria
listas de animales, verbos, cosas,
como para decir en pocas palabras
algo sobre la propia vida:
Me gusta leer y mirar dibujitos.

En gramática no gustaban los chistes:
ejercicios, composiciones se coloreaban
con el rojo de su tinta,
y sus ojos, ¿serían claros?,
a través de los culos de botella,
quemaban las hormigas de mi caligrafía.

Leía y le contaba unos cuentos
para chicos que ya había escuchado
mil veces. Así compartimos
tardes, estaciones, años,
verificando reglas y excepciones,
almacenando palabras… Lo disfrutaba
y me dieron un diploma igual
a uno enmarcado en su pared.

Agradezco aquellos tiempos
pasados, continuos, perfectos:
entendí los beneficios de ser bilingüe
(traducir canciones punk, sacarle
ventaja al castellano del colegio),
y que la confianza ayuda a aprender
como el afecto a enseñar.

Nos reencontramos con la excusa
del perfeccionamiento y la salida laboral.
Me había puesto grande; vos, medio cachuza:
enfermedades, tus huesos, diálisis,
pero podía hacer que me mostraras
mis molestos errores
o la alegría de tus dientes:
la sintaxis era estricta; la retórica, amistosa.

Después del yugo, tocaba timbre,
y nos sentábamos a que te cuente
novelas grosas, cuentos de capos:
la pluma dominada del tembloroso Poe,
la sonrisa brillante de Chesterton,
Conrad que zarpa por lo indefinible,
Wells exacto y fantasioso.

Me pregunto si lo disfrutabas
tanto como yo. Y esas charlas
sobre sueños, logros, dudas,
sobre el mundo que cambiaba
tan rápido para tu visión.

Pasé el examen. Te fui a visitar.
Te pusiste contenta; tu salud, frágil.
Cambiamos novedades, felicitaciones,
gracias, y sobre todo un abrazo.
Me guardé el sonido de tu risa
como una palabra preciosa.

Pronto te fuiste. Me enteré tarde,
por un vecino: ¿Sabés quién se murió?

Eras muy creyente. Te imagino
en algún paraíso protestante,
con tu esposo y tu mamá, tomando té
servido por un ángel mayordomo,
charlando con tu dios sobre el estado
de este mundo y, con respeto,
corrigiendo su dicción.

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